Con los bártulos bajo el brazo, dispuesto a estudiar como un poseso en la Biblioteca Provincial, se presentaba una pequeña caminata por las calles San Andrés, Los Cantones y sobre todo la Calle Real. Bajando las escaleras, la cabeza daba vueltas a como poder cambiar el estilo, que en los últimos días, había protagonizado todos los mensajes de mi blog. Ignorando las pequeñas gotas de agua que amenazaban en convertirse en aguacero, empecé el trayecto.
De repente, cuando había dejado atrás el caos circulatorio de San Andrés, la Plaza del Obelisco de los Cantones y estaba a punto de comenzar la peatonal y pomposa Calle Real, una idea surgió de la nada, por qué no fijarse en la gente. Si, en esas cosas que circulan a nuestro lado, por todas direcciones, a los cuales nunca prestamos atención, no más de la debida para evitar accidentes. El mundo que se descubrió ante mí fue realmente increíble.
Me sentía como un cámara de documentales de animales internándose en una fauna desconocida y misteriosa. Con asombro vi señoras con abrigos de pieles enormes que les impedían caminar cómodamente, adolescentes con los pantalones por debajo de sus nalgas enseñando su ropa interior, madres empujando con sobreesfuerzo y cariño infinito los carritos de sus bebes, algunos de éstos despiertos con los ojos muy abiertos mirando el mundo que se les ponía delante, los otros durmiendo indiferentes al ajetreo mundano. Y así decenas de personas, cada una diferente de las otras.
Mientras seguía en esta labor de mirón social, empecé a oír la música de un acordeón, cada vez más cerca a medida que avanzaba en pasos, hasta que me topé con el responsable de aquella melodía.
Era un hombre de mediana edad, posiblemente un inmigrante latinoamericano, vestía unas ropas no sucias ni viejas, pero si desgastadas por el uso cotidiano. Unos simples pantalones de tela marrón, un jersey azul y una camisa a cuadros, todo ello coronado con un gorro de color azul también. Sus dedos se deslizaban rápidamente por el acordeón, casi imperceptibles a mi vista. Gracias a ello, una dulce y suave melodía podía escucharse y disfrutarse, sin embargo, pude comprobar que nadie más que yo parecía dar importancia o valorar como se merecía la pieza que tocaba con maestría, nuestro desconocido músico. La gente, esos seres a los que antes miraba con atención, pasaban por delante, por detrás, por todos los lados imaginables y posibles y ninguno se detenía un segundo para deleitarse de esa magnifica sinfonía. Él, sin embargo, impertérrito, inexpugnable en su sentimiento y afición, seguía tocando como si delante tuviese un auditorio entregado a su habilidad musical.
Pude comprobar también, que delante de sus zapatillas blancas casi desgastadas, tenía una pequeña cestita de paja con un pañuelo blanco dentro, donde unas pocas monedas daban la sensación de ser personas perdidas en un desierto hostil y desconocido. Bonita metáfora. Entonces, no sé por qué, surgió de mi interior la necesidad de darle una moneda a ese músico callejero, no por pena, no por su buena melodía, que sin duda lo era, sino porque al igual que él, yo era una moneda más en un blanco pañuelo, sola y perdida. Y lo peor de todo, cada una de las personas que ignorantemente pasaban por delante suya, eran también monedas perdidas, con prisa, con preocupaciones, con problemas, con poco tiempo para detenerse un momento y dejarse llevar por la música de un acordeón y su melodía.
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