Devenir de una tarde de invierno, melancolía del solitario tranquilo observando el vacío deseando aquello que no tiene. Saca una hoja y comienza a escribir una carta. Vuelca, mejor dicho, muestra en ella todo lo que no es capaz de enseñar delante de ella.
Le cuenta como la quiere, como la desea, como en cada momento que la ve el juego consiste en buscar sus bellos y negros ojos, en intentar en todo instante ver su sonrisa, sus manos, su cuerpo.
Se confiesa completamente desnudo de cuerpo y alma, no le oculta nada, en cada palabra, en cada frase, sentimientos y sensaciones se mezclan y entremezclan, para decirle que la quiere, que la ama.
“Recuerdas” le dice, “cuando en la fuente, bajo un manto de estrellas te pedí de salir. Yo no podré olvidarlo nunca, fue la única vez que tus ojos me miraron únicamente a mi, la única vez que me sentí lleno y en paz, tampoco olvido tu respuesta dudosa y poco clara.” Esa noche, piensa, un niño lloró por dentro mientras un hombre aguantaba el dolor.
“Tu respuesta fue que no, que no me enfadara contigo, pero que no te gustaba como para salir. Yo seguía llorando, aunque tu no te percatases.” Le sigue contando como ella le dijo que realmente amaba a su mejor amigo. Él jamás olvidará el momento que con un dolor en el pecho, le prometió que haría todo lo posible para que él se fijase en ella. Intento vano de hacerla feliz haciéndose daño.
Rechazado, simple y llanamente rechazado. Desde entonces, escribe cartas para no ser leídas, cartas que guarda en un cajón, cartas que jamás traerán consigo una respuesta, porque desde entonces, sabe que las respuestas no suelen ser algo bueno.
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