La hoja en blanco me produce pánico. Mientras el folio sigue limpio, está libre de borrones y errores, una vez que uno comienza a escribir, debe tener cuidado de no manchar en vano lo que anteriormente era nada, y por tanto, en su vacío existencial, eximio de faltas.
Escribir es un ejercicio de autoconocimiento, es poner delante un espejo que nos devuelve imágenes escritas sobre la realidad que debería ser y no es. En un simple papel volcamos deseos, sueños, mentiras y verdades sin saber hasta donde llegan unas y otras, jugamos con la realidad como un dios caprichoso e inconsciente, o peor aún, impasible ante las consecuencias de lo contado.
En cada letra, palabra, frase hay una esencia misteriosa que intenta sobre todo conseguir un algo determinado, establecer comunicación con el lector. Se trata por tanto, de un diálogo sin palabras habladas, donde primero uno lee y luego piensa, y en ese pensar, en el resultado de haber provocado la atención del otro, donde se establece la comunicación de lo escrito.
A mayores, el papel en blanco es la perfecta analogía de lo que nos espera en la vida, unas veces líneas rectas y otras menos, de palabras acertadas o de tachones negros que parecen predecir futuras tormentas, de aceptación o rechazo, de éxito o fracaso. Cúantos punto y aparte queremos en nuestro relato, cuantas comas y explicaciones a pie de página, de cuántos capítulos constará lo narrado hasta que tengamos que poner punto y final. La hoja en blanco me produce miedo porque escribir en ella es hacerlo en la vida misma, es tatuar con palabras las elecciones que marcarán nuestro futuro.
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