Allí estaba él, un pequeño diablillo de no más de once años, con su cuerpo debilucho y flaco, de piel tan blanca como una nube de algodón, con su bañador de los pokemon; jugando en la playa indiferente al sórdido mundo de los adultos que, como sombras en pena, pasaban por su vera incapaces de interrumpir por un solo momento, su ir y venir de cubos de arena y agua.
Con paciencia y tesón, venciendo con valentía los obstáculos en forma de pies, pelotas de playa, gritos de su madre llamándole para ponerse crema, fue levantado con esmero un castillo de arena. Cuando terminó, se sentó justo delante, mirando su obra orgulloso y altivo, como si sus inocentes manos hubiesen construido la octava maravilla del mundo. El resto de la tarde lo paso mojando su fortaleza para que no se derrumbase, vigilando que ningún ejercito de malvados gigantes se lo llevase por delante con sus torpes andares.
El tiempo fue pasando, el mar fue cubriéndose de un color rojizo, presagio del atardecer y el pequeño rey tuvo que claudicar ante un cruel enemigo con el que no había contado, su madre, después de haberle llamado varias veces, se acercó y cogiéndolo por la oreja, logró derrotarlo sin esfuerzo. Con lágrimas en los ojos recogió su cubo y su pala, mirando de reojo su castillo, se alejó despacio sin estar muy convencido de porque tenía que dejar su reino a manos de cualquier forajido preparado para saquearlo, ahora que ya no había caballero para defenderlo.
La marea comenzó a subir, las olas poco a poco fueron cercando al castillo, el cual sin nadie que lo protegiese, iba lentamente derrumbándose con cada acometida. A los pocos minutos, una fuerte ola se lo llevó por delante, sin dejar rastro, sin piedad con los sueños e ilusiones de un pequeño diablo que, en una tarde de verano, durante unas cuantas horas, fue dueño y señor, rey de todo un reino con castillo de varios metros de altura, imponentes torres y deslumbrantes almenas, con puente levadizo por el cual ese diminuto monarca regresaba a su fortaleza, montando un fabuloso caballo, satisfecho de haber luchado con valentía en el campo de batalla contra unos enemigos incapaces de ver la noble misión que llevaba a cabo.
Ahora ya no queda nada y el mar parece mostrase contento por su victoria. Sin embargo, seguro que el valiente rey en el exilio sueña alegre, en su cama, en que mañana volverá a la playa con su cubo y su pala para volver a levantar otro castillo.
1 comment:
Gran ejemplo de que la esperanza es lo último que se pierde: cada día me levanto deseando construir mi castillo de arena y cada día soy el rey de mi territorio que es mi vida, y aunque cada día la marea venga a derrotarme me levanto con la esperanza de que quizá el castillo que construya ese día no sucumba a la fuerza del agua. Tu calidad va en aumento en lo que a mi respecta.
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