Saturday, April 22, 2006

El alferero

Cipriano Algor era alfarero. También era viejo, muy viejo, bueno, eso era lo que decían de él, porque Cipriano pensaba al respecto que aunque su cuerpo no fuese el de un jovenzuelo, su corazón y su alma seguían con las mismas ganas de vivir que las de un adolescente cualquiera.

Tenía una hija y un yerno, su esposa hacía unos cuantos años que había muerto después de una larga enfermedad, recordaba el día que, en la cama que habían compartido durante muchos años, ella le besó la mano y luego murió, Cipriano no lloró, se levantó le dio un beso en los labios y le susurró al odio: “tranquila, volveremos a vernos, ahora descansa.”

Su hija y su yerno trabajan en el descomunal centro comercial que hace unos dos años habían abierto a unos cuantos kilómetros del pueblo, desde entonces su alfarería no conseguía levantar el vuelo, llena de perdidas y cada vez menos ventas. La gente había cambiado sus delicadas vasijas de barro artesanales por las de plástico, más baratas, limpias y tan frías y poco artísticas, pero a él le daba igual, seguía levantándose a las seis de la mañana todos los días para preparar el barro y el horno y seguir haciendo sus vasijas de barro. Su hija no hacía más que gritarle que dejase de trabajar tontamente, que la gente ya no quería comprar sus tonterías hechas a mano, el yerno por su parte, callaba pero por dentro, y Cipriano lo sabía, deseaba que el viejo se fuese a una residencia y así poder vender la casa y marcharse a uno de los edificios que el centro comercial había construido para los trabajadores fijos.

Un buen día, con un sol radiante y una magnifica brisa de primavera, después de haber horneado la última tanda de jarrones de barro y haberlos colocado a secar, el yerno se acercó a él y le comentó que por fin habían conseguido el piso que tanto deseaban por tanto, tendrían que recoger todo y marcharse para la ciudad, por supuesto, Cipriano tendría su propia habitación. Mirándolo fijamente, Algor dijo no y siguió con sus tareas en al alfarería, porque una vez acabada la tanda de vasijas, había que dejar todo limpio para el día siguiente. Cuando uno está enfrente del torno, las cosas no pueden estar fuera de lugar, pues un despiste a la hora de tornar significa perder una pieza. Cipriano defendía la tesis de que el alfarero era como una especie de Dios, que tenía que estar atento a como modelaba su pieza, en como la forma amorfa del barro se iba convirtiendo poco a poco, gracias la unas manos viejas pero expertas, en un objeto determinado, ahora un plato, ahora un jarrón y al final quizás un botijo. El yerno no insistió en la proposición, se marchó esperando que posiblemente la hija ablandase la terquedad del viejo, pero tampoco por la noche, cuando la hija de Cipriano le comentó la oferta, el empecinado viejo aceptó.

A las dos semanas y después de varias amenazas de abandonarlo en ese cuchitril de casa y alfarería, la hija y el yerno se marcharon a vivir al centro comercial. Cipriano los despidió y volvió a su tarea, en su cara no había rastro de tristeza o amargura, al contrario, era feliz porque podía seguir haciendo lo que más le gustaba.

Una vez cada dos semanas, recibía la visita de sus amada hija y su yerno, celebraban una comida por todo lo alto y le contaban las maravillas que había en el centro comercial, la de multitud de cosas que podían comprarse y la amplísima oferta de ocio que la ciudad y el propio centro ofrecían, sin embargo, Cipriano decía que esas cosas no eran para él.

Era una mañana de invierno, un martes para ser más preciso y Algor escuchó desde su cama, en la cual estaba tapado hasta el cuello por el frío que hacía, el ruido de un motor, pensó que no podía tratarse de su hija, pues había venido a visitarla el domingo y aún tendría que pasar algún tiempo para otra visita, curioso se levantó y observo por la ventana. Efectivamente, en el descampado entre la casa y el taller había un coche con matricula extraña, parecía distinguirse a una pareja y un niño.

Bajó una vez vestido y dirigiéndose hacía ellos les preguntó que deseaban, querían comprar artesanía, habían visto el letrero de la alfarería y buscaban algo artesanal, no plástico industrial. Cipriano les mostró todo lo que tenía guardado. Mientras los padres miraban y elegían aquello que querían comprar, el niño, con cara de pillo lo miró curioso, en su cara se veía que estaba bastante extrañado.

-“¿Y tu vives sólo?.” Preguntó el niño.

- “Si.”

- “Y no te aburres aquí, sin nadie con quien hablar.”

- “No, tengo muchas cosas que hacer, ves.”- Dijo señalando Cipriano el almacén.- Todo eso lo creo yo con mis manos.”

- “Yo también soy un artista, en verano hago castillos de arena. Todos me preguntan porque los hago si siempre acaban destruidos por culpa del mar, pero no les contesto. Me gusta hacer castillos de arena, además, seguro que algún día hago uno que el mar no pueda romper.”

- “Ay pequeño, que listo eres.”

Los padres volvieron en ese momento con unas cuantas piezas, Cipriano les regalo dos más y al pequeño le dio una figurita de un rey hecha por él mismo de barro, “este eres tú, el rey de tus castillos de arena.” El coche se alejó y Algor volvió para casa, tenía ganas de tomarse un café calentito, de camino recordó lo mucho que se parecía a ese niñito, cuando era feliz todo el día, feliz porque sí, incluso recordó como iba dando saltitos todo el día feliz, y con una sonrisa se dijo: “menos mal que sigues siendo feliz, aunque no puedas dar saltitos, la edad no perdona Cipriano, sigues siendo feliz.”

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