No era quizás el mejor momento para irse de vacaciones, pero Andrés necesitaba descansar un poco de la rutina diaria y buscar algo que rompiese con la monotonía que desde hace años le perseguía. Por ese motivo pidió unos días libres en el trabajo, encargó los billetes para El Cairo y amenazó a sus amigos de que durante una semana no quería que nada ni nadie le molestase. De hecho, dudó entre llevarse su teléfono móvil o no, pero al final lo incluiría en su equipaje por si se presentaba alguna dificultad imprevista y necesitaba ponerse en comunicación con alguien.
La mañana de la partida, tres horas antes de tomar su vuelo destino a Egipto con escala en Londres, revisó meticulosamente el equipaje, delante de él tenía los pasajes, los visados, el pasaporte, la cartilla de vacunación para presentar en la embajada de España, las maletas con ropa, unos mapas de la ciudad y un libro sobre la historia de las pirámides y el arte egipcio antiguo. Comprobando que todo estaba en orden, llamó a un taxi y se dirigió hacia el aeropuerto.
La nueva terminal era impresionante, grandiosa, faraónica, pero un auténtico caos de salidas con retraso, perdidas de equipaje, turistas perdidos y azafatas de compañías aéreas con una sonrisa en la cara intentando apaciguar los alterados ánimos de los viajeros.
Andrés reconoció que tuvo suerte, en una hora y pocos minutos había realizado todas las tareas antes de embarcar, lo cual le dejaba algún tiempo para hacer unas compras de última hora en la tienda del aeropuerto, sobre todo la prensa del día y algo dulce para picar durante el trayecto que se presentaba largo. Y así fue como la vio y una sensación extraña recorrió todo su cuerpo.
Se trataba de una mujer alta, morena, de oscura tez y unos ojos verdes impresionantes, llevaba un vestido verde esmeralda y cubierta la cabeza por un delicado pañuelo de seda blanco. Reflexionó que se trataba de una viajera de su mismo vuelo o, por lo menos, de una musulmana a punto de coger un vuelo destino a su país. Pero algo en su interior le decía que no sería la última vez que la vería.
Embarcó y tomó asiento al lado de la ventana, se acomodó en su butaca y se abrochó el cinturón de seguridad. Aunque el vuelo hasta Londres sería corto, la parada se esperaba breve, y por lo tanto, tenía la intención de no levantarse de su asiento hasta que tuviese que ir al baño o hubiesen llegado al destino final.
El despegue se realizó sin problemas, y en pocos minutos comprobó por la ventana un Madrid pequeño y minúsculo, donde los atascos, el ruido e incluso, los jefes chillones e incompetentes parecían ser algo de otro sitio y no de esa ciudad tranquila y lejana que podía observarse desde la ventana del avión.
La azafata pasó ofreciendo bebida y otras cosas a los viajeros, Andrés pidió una tónica y se dispuso a leer la prensa que anteriormente había comprado, entonces, se acordó de la linda mujer árabe que había visto en el quiosco. Se preguntaba si serían viajeros del mismo avión, sin embargo, no le parecía correcto levantarse de su asiento para otear, como si mirase desde una atalaya, las cabezas de los restantes pasajeros para ver si la encontraba. Desistió de su búsqueda y se centró en la lectura.
No llevaban una hora en vuelo, cuando un vestido verde y un pañuelo blanco pasaron por su lado distrayéndole de las últimas cotizaciones del crudo en el mercado energético. Levantó la vista y vio que efectivamente se trataba de la mujer de ojos verdes y tez oscura. Parecía que intentaba llegar hasta la cabina de los pilitos, e incluso podía comprobarse que ocultaba algo extraño debajo de su bello vestido. Las azafatas no hacían más que rogarle que se sentara y que no podía acceder a una zona restringida para los pasajeros. Andrés durante un tiempo volvió a tener la extraña sensación que había experimentado en el aeropuerto la primera vez que la vio.
Y como de la noche a la mañana, en una milésima de fracción de segundo, oyó un disparo y un golpe seco en el suelo, como si algo o alguien se desplomara, vio a una de las azafatas tendida en suelo del avión con un charco de sangre, la gente en ese momento comenzó a gritar y volverse histérica. Unas voces gritaban intentado imponer silencio y algo de orden, y tenían un acento árabe muy marcado hablando español.
Tres personas, todas ellas mujeres vestidas con trajes verdes esmeralda y pañuelo blanco en al cabeza se movían por el pasillo con armas en sus manos, intentado de manera fallida calmar la situación. Pero por increíble que pareciese, lo consiguieron al término de unos minutos.
Dijeron que se trataban de mártires del todopoderoso Alá, que era mujeres iraquíes que habían perdido a sus niños y que querían vengarse de los invasores de su país y los infieles del mundo occidental. Sin más explicaciones asaltaron la cabina y se propusieron estrellar el avión contra la nueva terminal de aeropuerto. Andrés no sabía que hacer, estaba aterrado, asustado, paralizado por el miedo, y maldiciendo en mil idiomas la estúpida idea de haberse ido de vacaciones.
A la hora siguiente, cerca de Madrid de nuevo, Andrés comprobó acongojado que unos cazas del ejercito del aire habían sobrevolado en avión, escuchó un sonido raro, como de un cohete de fiesta pero más pronunciado y a los pocos segundos…. Las vacaciones habían terminado.
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