Llevaba más de diez minutos esperando y estaba harto. Encima de una mesa de mármol con motas blancas y negras, su café con leche estaba ya frío y del trozo de bizcocho que había pedido para acompañar sólo quedaban pequeños restos, a modo de diminutas pruebas del delito cometido. Con ansiedad miraba una y otra vez el móvil esperando alguna noticia de ellos, cualquier excusa hubiese valido.
Mientras el cabreo aumentaba, no dejaba de dar miradas a todo el local, sobre todo a la puerta, deseando que se abriera de una vez y la espera acabase. Por desgracia, la puerta cuando se abría sólo traía más clientes desconocidos al local.
Tras la barra, las camareras se afanaban en atender los pedidos, en las mesas la gente tomaba café, refrescos o cualquier cosa, leyendo el periódico o charlando distendidamente, ignorantes al fatal suceso que, en una esquina, una pobre alma estaba sufriendo por la amargura de la espera.
De golpe, en una de sus inquisitivas miradas a todo lo que le rodeaba se encontró, no muy lejos de donde se sentaba, a un chico joven que estaba leyendo absorto y totalmente desconectado del ruido que le inundaba. En su mesa sólo había una taza de café y una botella de agua, amén del libro que con tanto interés leída; de pronto, el joven levantó su mirada y dirigió sus ojos hacia él. Sorprendido, agachó la cabeza avergonzado de haber sido descubierto mirándole. Sin embargo, no duró mucho esa extraña sensación de timidez, levantando su vista de la mesa de mármol, volvió a dirigir su mirada hacia el joven lector, que esperando, aún no había quitado su vista de él.
Descubrió unos ojos negros intensos que le fascinaron, profundos y oscuros como una noche de invierno sin luna ni estrellas. Tenía el pelo largo y poco arreglado, barba y una sonrisa maliciosa en la cara. Tomando el vaso de agua, se lo acerco a sus labios y bebió despacio, como intentando provocar al culpable de haberlo sacado de su lectura.
Al instante, un escalofrío recorrió el cuerpo del impaciente que ya no desesperaba por la tardanza de sus amigos. Ahora lo que deseaba era quedarse sólo y durante mucho tiempo con esos ojos negros que al mirarlo lo taladraban hasta muy dentro, como en un intento de desnudar completamente su alma y su cuerpo. Empezó a sudar y a ruborizarse, pocas veces había tendido aquella sensación y menos con un chico.
Mientras miles de pensamientos recorrían su mente, se percató de que su turbador lector se había levantado y se dirigía a la barra con dinero en la mano. Ya no le miraba y aun así podía sentir esos ojos clavándose dentro suya. Antes de salir por la puerta, se dio la vuelta y le guiño un ojo a la vez que le mostraba la portada del libro que estaba leyendo: “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust y al momento le vino una frase del autor a la cabeza: “el deseo nos fuerza a amar lo que nos hará sufrir.”
1 comment:
Relato breve y refrescante...Y qué curioso. Ese es justo una de las lecturas que me esperan para este verano, cuando acabe de digerir la Metafísica de Aristóteles, si la acabo....porque estoy deseando entrarle a Proust. Saludos
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