La flor de los cerezos comienza a caer, es la estación donde el suelo se encuentra engalanado por una dulce alfombra de color rosa y blanco. A lo lejos, se escucha un arroyo, un leve murmullo de agua corriendo despacio por un canal donde, de vez en cuando, pequeños ruiseñores se lavan y toman sorbos de agua.
El sol majestuoso brilla en el horizonte ajeno, impenitente y altivo, mirando con indiferencia todo lo que ocurre a su alrededor. No se da cuenta de lo que está a punto de suceder bajo sus ardientes pies, de hecho, ni siquiera le importa.
Katsumoro se encuentra arrodillado, enfrente suya su katana, la espada familiar que durante generaciones han heredado los familiares de su clan. Él la recibió de su padre, que a su vez la heredó del suyo y así podríamos seguir hasta el principio de los tiempos, cuando los dioses de la guerra decidieron otorgar el aliento de la vida al clan escorpión.
Durante siglos, sirvieron al emperador en todas las batallas donde su divina majestad los requería y llamaba. En aquellos tiempos de batallas, el clan escorpión mató en nombre del emperador a miles de personas, litros de sangre que inundaban los campos de batalla. Cuerpos mutilados por la fina hoja de una katana que, después de tanta guerra, resposa limpia y tranquila delante de Katsumuro, el último de los hijos del clan escorpión.
Se oye el canto de un ruiseñor a lo lejos, una suave brisa parece levantarse a media que el atardecer se acerca, llenando de tonos rojizos todos los rincones del cielo. El agua del arroyo sigue su curso, y las flores de cerezo que acarician el suelo, comienzan ha moverse debido al viento.
En la lejanía, una niña, al lado de su madre, asustada observa un ritual tan viejo como el mundo, un acto sagrado que no comprenden y que le llena de estupor y enfado. Sus pequeños ojos color miel están muy abiertos, aunque su alma le dice que no mire, ella no puede evitar fijar la vista sobre esa espada. Los fuertes brazos de su madre la arropan y al oído, le susurra bellas canciones de cuna, sin embargo, la niña no quiere dormirse. Entre nota y nota, unos ojos lloran porque entienden perfectamente lo que está ocurriendo.
Sentado, un viejo samurai en el jardín de su casa, observa como el sol se oculta tras las montañas, como el viento comienza azotar más fuerte y las delicadas flores del cerezo, no pueden evitar salir volando. Tras una pequeña oración, empuña la espada que durante siglos ha permanecido a su familia, el arma que ha defendido el honor de su clan y el nombre de todos los que la han portado, que ha luchado al lado de todos los emperadores que la han solicitado. La hoja brilla, limpia y peligrosa, con un movimiento agil y felino, el viejo Katsumuro recobra el honor perdido.
La niña ahora ya no mira, sus ojos llenos de lágrimas solo se preguntan por qué, y con una voz temblorosa y entrecortada repite la pregunta a su madre una y otra vez. Su madre callada, la abraza y le canta una canción de cuna.
Por fin la luna está en lo más alto, el viento ha cesado y una melancólica calma recorre todo el jardín del viejo samurai Katsumuro que sólo y muerto, se encuentra arrodillado encima de una alfombra de hojas rojas, con la espada de su clan clavada en su pecho.
1 comment:
Me gusta la recreación del "arakiri" (no sé si está bien escrito, disculpen mi ignorancia). Hace tiempo yo escribía con ese entusiasmo... Quizá algún día lo recupere.
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