Caminaba tranquilo por la calle. Era un día nublado, con instantes de sol y lluvia, desde luego no era uno de esos días que propiciase el disfrutar de un paseo, pero la necesidad de aire fresco y despejar la cabeza hizo que ignorase las inclemencias del clima. Por la calle, gente, mucha gente, unos con paraguas, otros con sombrero, unos chiquillos detrás de unas chiquillas, unos ancianos hablando, lo cotidiano en estado puro.
Cuando no llevaba más de cuarenta minutos de un lado para otro, me tropiezo con una piedra, no muy grande, redonda, casi como un canto de río. ¡Qué extraño!, pensé, es muy raro encontrarse un pedazo de roca de este tamaño, a pesar de no ser muy llamativo como ya comenté, en medio de la calle. Me detuve un momento mirándola.
Casi redonda, como ya he dicho, era de un color grisáceo muy fuerte, con motas de negro y blanco, parecía desprender un brillo interior propio, sin embargo, lo más curioso es que parecía ser el único que era capaz de ver esa cualidad tan especial, el resto viandantes me miraban sorprendidos, con una expresión de extrañeza y cuando intentaba señalarles la piedra, dirigían sus incrédulos ojos al suelo, los levantaban y me miraban diciendo que allí no había nada más que una roca fea y gris.
Aún así, algo en mi interior me decía que no podía abandonar aquella piedra. A pesar de que todo, estoy seguro de ello, pensaba que estaba loco, decidí, sin pensarlo más veces, guardar la piedra en mi bolsillo.
Al llegar a casa, me senté y puse la piedra encima del escritorio de la habitación, la piedra parecía ahora más pequeña, más agradable, cómo decirlo, más cercana quizás. Daba la sensación que llevaba conmigo toda la vida, pero sólo hacía dos horas y media que la había encontrado. Me fui a la ducha. De regreso del baño, mientras me vestía observe que la piedra estaba moviéndose, como con pequeños temblores, se parecía al instante en que un polluelo intenta salir del cascarón de su huevo. A los pocos segundos, la piedra se partió en dos y apareció ante mí una pepita de oro. Boquiabierto recogí la pepita y la observé más de cerca, sin duda, a pesar de que no poseer conocimientos de geología, sabía muy bien lo que era.
Me acosté con una satisfacción enorme, pensando en la suerte que había tenido y reflexionando sobre el hecho de que los demás, a pesar de ver una piedra, no sintieron curiosidad por ella como lo hice yo, quizás porque esperaban ver algo más que un simple trozo de roca en medio de la calle, por eso no veían nada.
Al día siguiente, esperando el autobús para dirigirme a la facultad, un señor mayor, vestido de una forma bastante extraña, con una especie de traje de época con un monóculo, sombrero de copa y pajarita de colores se puso a mi lado, me miró fijamente y al cabo de un tiempo me dijo:
- “No todos los días se encuentran pepitas de oro verdad”
Sorprendido y asustado pensando que iba a quitarme mi tesoro, le conteste que no tenía ni idea de lo que hablaba.
- “Claro que sí, no tengas miedo, no voy a quitarte tu trozo de piedra.”
- “¡Eh!, no es un trozo de piedra, es una preciosa pepita de oro.”.- En ese momento maldije mil veces lo bocazas que podía llegar a ser.
- “No, es un trozo de piedra querido jovenzuelo, mírelo lo usted.”
Con miedo, introduje la mano en el bolsillo donde había depositado mi pepita de oro, la extraje y, horror, efectivamente allí estaba otra vez el la piedra, gris, fría, oscura.
- “Pero que le ha hecho a mi oro.”
- “Nada joven, siempre ha sido una piedra nunca una joya.”
- “Pero……”.- Balbuceé sin poder decir más.
- “Tranquilo, tu has sido el único que ha sido capaz de ver una pepita de oro que se disfraza de piedra vulgar. Incluso cuando te decían que estabas loco por llevar un peso tan inútil en tu bolsillo; pero ellos no entendían como podías cargar con aquella fea piedra sin valor y utilidad. ¡Qué engañados estaban!”
- “Pero….”
- “Mira de nuevo tu mano.”
Cuando miré de nuevo la piedra, asombrado comprobé que se había transformado de nuevo en una pepita de oro. Quise saber el nombre de ese anciano tan extraño y singular, pero al levantar la vista de mi mano, ya no estaba allí, había desaparecido por arte de magia. Sólo con el pasar de los años entendí la verdadera lección que me enseñó el viejo y la piedra… .
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