LA historia de la quima me la contó mi abuelo. No es bueno - decía - ponerse a mirar el cielo durante mucho tiempo, porque puedes ver una quima, y ay de ti si eso sucede. ¿Y qué es una quima?, preguntaba yo. Pues un pájaro, pero más veloz. Como una paloma, pero más blanca. Tan blanca que te hiere los ojos y te hace verlo todo gris: la nieve, las nubes de verano, los rayos de luna, el alabastro, la piel de los muertos, el papel sobre el que escribo... hasta las sagradas formas (y aquí mi abuelo, que a pesar de ser ateo y comunista, se santiguaba), que Dios me perdone. Cuando ves una quima, ya no hay remedio: todo lo que miras después se vuelve gris.
Ya soy viejo y no creo en las quimas. Pero acabo de recordar algo.
Era una muchacha. Nunca supe su nombre. Tenía el pelo de color almibar. La vi por primera vez en la iglesia, durante una comunión. Tan embobado quedé al verla que un compañero decidió empujarme para que avanzara hacia el altar. Ella pertenecía a otro instituto, y después de la comunión se marchó. Yo no tardé en olvidarla.
La memoria de los viejos es rara. Desde hace tiempo me obsesiona esa pregunta que todos nos hacemos alguna vez: si he sido feliz, o lo soy, o puedo esperar serlo. He concluido que un matrimonio, un trabajo, unos hijos, una jubilación y una viudez apacible no me permiten quejarme: puede decirse que he sido razonablemente dichoso durante sesenta y nueve años de vida. Pero a saber por qué hoy, de improviso, mientras me afeitaba, me ha dado por acordarme de esa muchacha; de lo despacio que caminaba al ir a comulgar, con la cabeza erguida y la sonrisa pendiente del rostro como una fruta del árbol; de su vestido blanco, tan blanco que hería los ojos, y del susurro de la tela al moverse, como un suave batir de alas...
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