Amodorrado por una gripe persistente que se niega a querer abandonarme, no he querido verme vencido por el cansancio y el malestar general que posee mi cuerpo; con esa idea en la cabeza, salí a dar un paseo a pesar de que a lo mejor, en el momento menos previsto, me cayese al suelo debido a lo débil de mi estado.
Ya en la calle, una leve brisa y el contacto cálido del sol, lograron lo que los medicamentos no han hecho, despejar mi cefalea y motivarme a dar un buen paseo para recuperar los ánimos. Así que casi como rejuvenecido, emprendí una caminata por los Cantones dirección Calle Real, con la intención de pasar por el Teatro Rosalía de Castro para ver la programación y de paso, detenerme en los diferentes escaparates, sobre todo el la Librería Colón, a la caza de algún libro que devorar este fin de semana, de presumible encame obligado.
Dejando atrás los verdes jardines del Cantón Mayor, el Casino y la nueva sede de la Fundación Caixa Galicia, me introduje de lleno en el gentío de la Calle Mayor, por lo visto toda una multitud de personas habían tenido la misma idea que yo, pero a quien le guste la soledad que se vaya al campo y no viva en una ciudad.
A la altura de la Librería Colón, empecé a oír la dulce música de un violín, desde luego la persona que lo estuviese tocando no lo maltrataba, por lo que podía percibir a esa distancia, ese músico sabía lo que se hacía con uno de los instrumentos que más cariño y dedicación pide. Creo que junto con la flauta y la gaita, el violín es uno de los instrumentos más exigentes y duros que hay, capaz de transportarte a mundos lejanos y exóticos si se sabe tocar, como al mismo tiempo se transforma en juez cruel y severo cuando alguien intenta aprovecharse de él.
Con la una tremenda curiosidad intenté localizar quien podía ser el pequeño genio que tocaba así. Lo encontré a pocos metros, tapado por la marea de gente, ¿he dicho lo encontré?, lo correcto sería decir la encontré. Se trataba de una chica de cabellos rubios, ojos azules, piel clara y unas manos realmente virtuosas. Deduje por su fisonomía que no era de la tierra, posiblemente se tratase de una emigrante del este de Europa o incluso de Rusia. Pero esas dudas pronto se disiparon cuando comenzó a tocar de nuevo una pieza, que si mis conocimientos de música clásica no se equivocan, era Preludio para violín de T. Balizar. Era una maravilla verla tocar, toda una experiencia ver como deslizaba el arco por las cuerdas, el manejo de los dedos, el posicionamiento de la cabeza para permitir alcanzar las notas más altas, en fín, todo un lujo y gratis, en plena calle. Sin dudarlo, cuando acabo la pieza, compré dos discos compactos que ella misma había grabado en un estudio de la ciudad. La compra fue la excusa también para calmar mi lado cotilla y saber más de ella. Me comentó que se llamaba Katia, era de San Petesburbo y llevaba en España unos tres meses, me sorprendió lo bien que hablaba español aunque no podía ocultar su acento. Sin saber porque motivos, la invité a tomar un café, se asusto en un principio, pero después de pensarlo un rato, aceptó.
Entramos en una cafetería que había enfrente de donde tocaba. Ahora que estaba sentado delante de ella, no sabía que hacer y Katia se percató y comenzó hablar. Me contó que había estudiado español desde el colegio, que en Rusia se estudia mucho porque a España se le ve como un país rico y lleno de oportunidades para gente como ella. Me contó también que desde ya muy pequeña tocaba el violín, y desde que tenía memoria siempre le gustó, de hecho, fue al conservatorio en Moscú, y acabo sus estudios de Violín, Viola y Piano. Sin embargo, en su país, según ella, no había buenas oportunidades de trabajo, así que con una maleta, lo que llevaba puesto y su violín, tomó un buen día la decisión de venirse a España. Desde esa fecha hasta este día, habían pasado tres años, estuvo en Alemania, Austria, la República Checa y finalmente España.
Le pregunté que tal se encontraba entre nosotros, estuvo un momento reflexionando, quizás buscando las palabras adecuadas para no ser muy descortés con el país que la acogía, al final confesó que estaba muy feliz de estar aquí, pero también muy desilusionada, pues los sueños que parecían felices desde Rusia, no se cumplían tan fácilmente en España.
Me contó que por las mañanas trabajaba de asistenta en varias casas haciendo la limpieza, y por las tardes, si el tiempo lo permitía, se bajaba a la calle a tocar y ganarse unos euros con lo que más le gustaba. No renunciaba, según ella, a tocar algún día en alguna orquesta de España. Se calló luego, y se levantó agradeciéndome el café y la compra de los cds, y se excusó diciendo que tenía que seguir tocando.
La vi como se marchaba hacia su esquina, cogía el violín y empezaba a tocar de nuevo, yo por mi parte, me quedé un buen rato mirando para ella mientras tomaba mi café, transportado por una música casi celestial, deseando que sus sueños se cumplan algún día.
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