No podía quejarse, se acercaba el término del fin de semana y haciendo un breve repaso, la verdad, es que no había parado. Comenzó el viernes con una sonrisa, despiéndose de sus compañeros de trabajo hasta el lunes. Más tarde se dejó medio pulmón y las dos piernes encima de la bicicleta, pero no le importó al comprobar que incluso con el golpe que había sufrido, aguantó el dolor y fue capaz de acabar las dos clases. Esperó pacientemente, una vez duchado, a que le contestasen a ese mensaje que había enviado horas antes, pues tenía ganas de cenar fuera y disfrutar de la estupenda noche que hacía. Sin embargo, dos llamadas y un nuevo mensaje únicamente tuvieron por respuesta el silencio. Sin preocuparle, se fue a cenar igualmente, dando un paseo hasta Plaza de España. Justo cuando estaba acabando de comer, un mensaje confirmaba lo que era evidente.
El sábado amaneció soleado y fantástico. Terminó rápidamente las tareas domésticas que tenía pendientes y decidió dar un pequeño paseo antes de ir al gimnasio. Después de la pequeña siesta, llamada para confirmar la hora del cine y la pelícua. Pero otra vez, los acompañantes no puedieron asistir. Sin perder un ápice de su compostura, cogió el libro que estaba leyendo y viendo que faltaban cerca de dos horas para el cine, decidió que tomaría un café y leería algo en una terraza antes de ir a ver el film. La película no le disgustó, incluso hubo momentos que le parecieron interesantes, reflexionando sobre lo que el director enseñaba en la pantalla. Eran las diez y media de la noche y tenía hambre. No le apetecía cenar en casa, asi que caminó un poco y encontró un pequeño lugar que le pareció interesante. Pidió mesa para uno y se rió una vez más al comprobar la mirada extañada de todos los comensales de su alrrededor. Y entre bocado y bocado, se sumergió de nuevo en su lectura.
Los domingos disfrutaba de comprar la prensa y dar un largo paseo matutino hasta el parque. Allí, debajo de un árbol y sentado en un banco que ya casi parecía suyo, pues casi siempre estaba libre, se sentó a ojear el periódico. Regresó a casa y se paró a comprar en la panadería el pan tostado que tanto le gustaba y casi tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para imponerse a ese pecado que suponían los pasteles, que tan dulces y sabrosos, se mostraban en el escaparate.
Aprovechó la tarde para estudiar un poco, ponerse al día en unos temas pendientes y sacar el billete de avión de la semana que dentro de poco, comenzaría. Eran las ocho cuando se dió cuenta de que necesitaba airearse y estirar las piernas. Preparó su mochila y caminando hacia la parada más cercana del metro, se dirigió a romper una vez más las piernas encima de la bicileta.
Y así, después de la cena, se dió cuenta de todo lo que había hecho este fin de semana. De hecho, de todo lo que hacía los fines de semana: exposiciones, teatro, cine, paseos, cenas, gimnasio, lectura, estudio, etc. No paraba y le gustaba esa actividad.
Pero por dentro, estaba harto de verse siempre haciendo todo eso.... solo... y siempre en silencio. Ese silencio que le invadía y le destrozaba. Y comprobó que entre el adios del viernes hasta el buenos días del lunes, en todo el fin de semana no había dicho ni una palabra a nadie más allá de lo necesario. Sus fines de semana eran mudos... solitarios y mudos.
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