El olor a te y café inundaba la terraza ese día, lo recuerdo tan claramente como si estuviese ocurriendo ahora mismo, sin embargo, hace ya muchos años que no tomo café en las preciosas mesas ajardinadas de París. Y si esos olores son inolvidables, más aún lo es el colorido de la luz en esas tardes pardas y ocres de otoño, cuando todo se bañaba e inundaba de marrones, amarrillos y rojizos pálidos. Las mujeres se cubrían sus desnudas espaldas al levantar de una brisa que traía en su frío tacto, el mensaje del futuro inverno, mientras los hombres bebían y fumaban, hablando de todo y de nada, levantando la voz por encima de los claros y vitales gritos de unos chiquillos enfrascados en sus juegos más serios.
Y entre todos ellos, yo disfrutaba del paisaje como un parásito ávido de sosiego y tranquilidad, necesitado de huir de un pasado que se negaba a abandonarme y no paraba de atosigarme constantemente. Necesitaba oír las risas porque hacía tiempo que no reía, los besos de los pasionales amantes porque las mujeres habían dejado de quererme hartas de mentiras siempre cumplidas y promesas nunca realizadas, de la conversación con los amigos porque al traidor y al espía nada le queda que compartir y mucho menos que confiar.
Yo no decidí mi destino, él lo hizo por mí, y a pesar de que muchos dicen que uno es dueño de sus actos y por ende de su futuro, no tuve elección cuando la mentira pasó a ser el centro de mi existencia.
Era una de esas tardes de otoño, las que siempre intento recordar, a las que constantemente intento volver cuando Armand se acercó a mi mesa y me pidió fuego. Atendí amablemente su petición y lo hubiese hecho igual aunque no fuese esa mi verdadera intención, pues había algo en él que impedía toda resistencia a sus deseos. Una vez encendido su puro, me pidió que aceptase una invitación por la amabilidad demostrada, acepté con la condición de que no tomase el café yo solo. Riéndose de una forma extraña, como si ya esperarse esa respuesta y fuese dueño de un secreto, aceptó y se sentó.
Me contó que era hijo de un noble francés y se vanagloriaba de poder retroceder hasta tiempos inmemoriales su apellido familiar. Sus antepasados habían sido desde temibles cruzados hasta nobles respetables en la corte del Rey Sol. Yo le hablé de mi mujer y mis hijas, Carla y Sonia, las dos únicas joyas que poseía, y que me encontraba en París por viaje de negocios, pues era galerista y marchante de arte. Me confesó que tenía una especial fascinación por el impresionismo francés, pues consideraba que ningún otro movimiento pictórico había conseguido atrapar la magia de la luz como los impresionistas, y que para alguien que llevaba tanto tiempo en la oscuridad, era lo más bello que podía encontrar. Este último comentario me sorprendió, pero pensé que posiblemente estuviese hablando de forma metafórica.
La noche nos atrapó conversando sobre diversos temas, aunque él se interesase mayormente por mi vida familiar, yo quería evitar el tema, pero algo raro me impedía hacerlo, extrañamente, tenía un sentimiento de confianza es ese hombre recién conocido.
Avanzada ya la noche y después de haber insistido en invitarme a cenar, me disculpé pues debía retirarme a descansar a mi hotel, pues al día siguiente debía entrevistarme con los marchantes franceses, y era un trabajo tedioso y bastante cansado. Curiosamente su hotel quedaba un par de calles más arriba que el mío, por lo cual, fuimos todo el camino juntos.
Al llegar a la entrada principal del hotel, algo me impulso a recompensar la amabilidad de mi extraño amigo y recordé que había traído un cuadro de Monet para encontrar un comprador en París, le invité a verlo como gratitud por la compañía y la cena. Acepto cortésmente y en ese momento, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, el invierno estaba cada vez más cerca y eso se notaba.
En la habitación saqué el cuadro que se encontraba en la caja fuerte, quité las protecciones y se lo pasé, lo cogió con una dulzura exquisita y mirándolo fijamente me confesó que era realmente bello, que incluso estaría dispuesto a adquirirlo si el precio no alcanzaba unas cifras muy altas.
Decidí servir unas copas, pero cuando intenté interrogarle que deseaba, de pronto algo nublo todos mis sentidos, sentía que no era dueño de mi cuerpo y mi mente, y únicamente deseaba mirar los ojos de mi extraño amigo, que con una sonrisa diabólica se acercaba hacia mí con las pupilas ensangrentadas. Al momento, noto unos dientes clavándose en mi cuello, no hubo dolor, al contrario, un desconocido placer me recorrió entero mientras notaba como mi vida se escapaba poco a poco.
Armand paró de desangrarme y me preguntó si deseaba vivir tanto como para saber apreciar de verdad la belleza de un cuadro impresionista, le dije que no balbuceando, pero el pensar en el dolor que mi muerte causaría a mi mujer y mis hijas me hizo reflexionar y aceptar el beso eterno. Fue así como me convertí en vampiro, sin sospechar que independientemente de la opción que hubiese escogido, para mi familia yo estaría muerto de todas formas.
Ahora llevo más de un siglo recordando el olor a café y té de esa tarde de otoño y no paro de pensar que habrá sido de mis joyas. En cuanto a Armand, pasé con él los primeros años, pero luego se aburrió de mi presencia y me dejó, abandonado y sólo, sin dinero, vagabundeé por toda Europa hasta que volví a París. Lo hice para intentar volver a vivir, en un intento de falsa esperanza, sin embargo, lo único que logré fue recuperar el cuadro de Monet, a pesar de la resistencia inútil que opuso el galerista.
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