Una pequeña cama en un diminuto cuarto a la luz de una parpadeante bombilla cuyo brillo no alcanza a abrazar los cuatro rincones. Una ventana y detrás una gélida noche. Y silencio.
La luna en lo alto de un cielo sin nubes. Miles de estrellas titilan y un suave viento azota los desnudos brazos de unos nogales. Y silencio.
Una jarra con agua fría en un pequeño y humilde tocador de madera. Un espejo que devuelve una realidad queda, oscura y tranquila. Y silencio.
Un hombre desnudo en cuerpo y alma. Un cuerpo tiritando y encogido delante del espejo que impasible, le devuelve su reflejo. Un hombre que calla. Un hombre que no deja de pensar. Un hombre que llora porque los por qué se agolpan en su mente. Y silencio.
Y en esa ausencia de ruido un grito ensordece a ese hombre por dentro y le corroe hasta destrozar cada una de las fronteras de su cuerpo. Un llanto tan fuerte que provoca que se encorve, se ponga de rodillas y tiemble. Un gemido que acalla el latir de su corazón y apagá la llama de su misma alma. Y silencio.
Mientras la luna y la cama, las estrellas y el espejo, el nogal y la jarra, la noche y la habitación permancen mudos a su sufrimiento, a su llanto, a cada una de las lágrimas que caen desde su cara compungida y descompuesta por el dolor al insensible y helado suelo.
Y silencio en cada rincón. Silencio en cada pregunta y su respuesta. Silencio en cada persona, en cada amor, en cada una de las miles de palabras que ha oído durante toda su vida.
Y en ese silencio que enmudece su dolor, se levanta ciego y comprende por fin, mientras le abraza, que es precisamente él, lo único que estará a su lado para siempre. Y silencio...
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