Re-entradas: Entradas de mi blog que me han enseñado cosas o ha gustado a mis queridos lectores y que merecen no perderse entre las olas del olvido del mar de entradas de mi blog. Espero que las disfruten. Esta primera re-entrada va dedicada a dos personas que me han enseñado que aunque llorar es necesario, esconderse en una habitación para ello no es la respuesta valiente. ¡Muchas gracias!
Regreso a mi blog después de un tiempo de descanso auto-impuesto por una necesidad interna de pensar y guardarme ciertas cosas y mi adaptación a lo que es mi nueva casa, Madrid.
La adaptación de momento está en ciernes, pues es demasiado pronto para hacer una evaluación sobre lo bien o lo mal que puede tratarme esta ciudad, de la cual se oyen miles de dimes y diretes increíblemente buenas y malas. Confieso que estoy asombrado y maravillado de las miles de cosas nuevas que se muestran a mis ojos y que ansioso deseo conocer y descubrir (esta ciudad para un sociólogo es un tesoro y gratis).
El pensar y guardar mis pensamientos es una etapa que sufro de vez en cuando, que me permite reflexionar en voz baja, tranquila e íntima sobre los temas y problemas que me interesan y preocupan, con el sosiego y la paz que supone no tener que dar explicaciones a nadie sobre por qué martirizo mis neuronas con esos pensamientos, y sobre todo, sin tener que preocupar a la gente que me rodea con ellos.
No voy a decirles sobre lo que he pensado en este período de tiempo, pero si quiero compartir con todos aquellos que me leen la conclusión a la que llegué. No se trata de una gran frase con profundidad filosófica o vitalista, ni guarda una gran sabiduría que guíe nuestra vida y aporte las respuestas a las preguntas que el camino nos lanza en todo momento. Simplemente se trata de la habitación para llorar, y antes de prejuzgarme sigan leyendo, denme una oportunidad antes de tacharme de amargado y melancólico.
La habitación de llorar se trata al fin y al cabo de una actitud, una forma de ser respetable pero nada afortunada. Ese cuarto de lágrimas al que me refiero, es si queremos verlo así, como el espacio íntimo e invisible al que recurrimos cuando los problemas de la realidad nos desbordan y nada parece mostrarse claro. En ella obtenemos el silencio, la paz, la tranquilidad e incluso puede, que el sosiego que se busca cuando vivimos una mala situación; incluso puede que recibamos alguna visita de alguien importante para nosotros que nos de aliento y ánimos. ¿Que bonito lugar es la habitación de llorara verdad?, pues no. Es una mierda. La peor decisión que uno puede tomar, diría más, es la opción del cobarde. Siento ser tan duro, sobre todo para aquellos que recurren constantemente a ese rincón, pero es una realidad.
Las cuatro paredes de la amargura no sirven de nada porque, amigos míos, cuando uno se harta de llorar y decide volver a salir de él, se da cuenta de una trágica realidad: los problemas siguen ahí y no se han solucionado. ¿Qué hacemos entonces, volvemos a la habitación a lagrimar de nuevo? Seguro que muchos habrán ya pensado que volver significa que cuando volvamos a salir, las cosas seguirán sin resolverse.
Así que frente al rincón triste de las lágrimas sólo nos queda una cosa, el hacer algo, así de simple. Ante una actitud pasiva se nos impone la necesidad de ser activos, de sacar fuerzas de flaqueza y mirar los problemas cara a cara y buscarles una respuesta. Claro que no es el camino fácil, todo lo contrario, es el más largo, duro y difícil de todos, e incluso por si todo lo anterior no fuese suficiente, tenemos que sumar el dato de que muchas veces nos partimos el cuerpo y el alma buscando soluciones y nos damos cuenta de que no hay nada que hacer. Pero ahí radica la grandeza de esta otra forma de ser, de vivir.
Cuando uno toma la actitud de actuar, aunque se fracase o no se obtengan los resultados esperados, sabremos que hemos puesto de nuestra parte toda la carne en el asador, somos conscientes de que las palabras miedo, pereza, pasividad, cobardía no nos definen, que no van con nosotros. Nos queda el orgullo de habernos estrellado contra el muro con toda la fuerza, y no quedarnos encerrados sin hacer nada y acabar estrellados más tarde, porque eso sí, el muro no va a desaparecer por mucho que intentemos derribarlo a base de lágrimas.
Para terminar, me permito la desfachatez y la osadía de darles un consejo: si conocen a una persona de esas que no se esconde en la habitación de llorar, no la dejen escapar, cuídenla y mantengan contacto con ella en todo momento, cueste lo que les cueste, pero sobre todo, aprendan de ella todo lo que puedan y escuchen muy atentamente lo que les dice, no la martiricen siempre con sus problemas y abran sus mentes y cállense un momento, verán que sin darse cuenta, ellos mismos le están dando la solución a sus problemas, pero únicamente están esperando que sean ustedes los que se decidan hacerlo, es decir, a que sean ustedes los que se levanten e inicien el camino difícil que ellos ya están recorriendo; no podemos ser tan malos y pedirles que también nos guíen a nosotros.
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