Un jardín de hojas cubre las calles. El viento las mueve a su antojo aquí y allá. Los árboles poco a poco comienzan a desnudarse, bonita ironía ahora que poco a poco el frío se instala en nuestros cuerpos. Gotitas de lluvia contra el cristal.
Mi mirada perdida a lo lejos, muy cerca de la ventana, intentando no perder de vista los últimos rayos de sol del día. Un café en la taza inundado de olor amargo la habitación, compitiendo por el espacio contra una sinfonía de piano y sus melancólicas notas. Las gotitas siguen lanzándose contra el cristal en su vano intento por mojarme.
Te echo de menos. Pocas palabras. Para qué usar más, para qué escribir miles de pensamientos agolpados incesantemente en mi cabeza, si con esas tristes y solitarias palabritas puedo decir todo lo que quiero: te echo de menos.
Qué más da que lo supiésemos. Ser consciente de un dolor no mitiga su efecto ni aligera su carga. Los dos sabíamos que la distancia era muy larga pero algo muy infantil nos llevaba a mantener a la más infiel e inestable de las mentiras: la esperanza.
Ahora podría decirme que echo de menos tus labios y tu cuerpo. Que añoro el olor de tu cabello y me siento vacío sin tus manos. Que anhelo tu compañía y extraño el calor de tu sexo. Que me pierdo los fines de semana sin tu sonrisa y me encierro dentro de mi alma al no ver tus ojos negros. Podría decírmelo, pero no me lo digo, no, me lo clavo en fuego al no poder olvidar que te echo de menos.
Por qué nos engañamos de esa manera al jurarnos que los caminos entre los dos no nos distanciarían a pesar de la distancia de nuestros cuerpos. Caímos en la dulce morfina de la vaga esperanza de los que saben que van a perder todo lo que tienen, pero aún así, esa noche me confesaste con tus lindos ojos que no sería así, y yo, como un drogadicto necesitado de sus dosis, tomé la metadona de tus labios sin pensar, iluso, el mono que ahora tengo de ti.
Sin embargo, a pesar de los meses pasados, me mantuve firme en mi compromiso. Fiel. Vaya palabrita más ridícula. Pocos saben lo que significa y menos aún los que la llevan a la práctica. Por qué te digo todo esto, ahora que te echo de menos. Porque el viento, mientras arrastraba a su antojo hojas amarillas y marrones, mientras dejaba desnudo el tronco de los árboles me susurró aquello que no quería oír. El castillo de naipes se desmoronó. La esperanza se perdió.
Los dos sabíamos que era mucho tiempo, que mayor aún era la distancia que nos separaba, pero yo, tonto de mí, volaba cada noche a tu lado. No necesitaba de aviones o aves que me transportasen, me sobraba con pensar en tu cabello y tus suaves manos, en el dulce tacto de tus labios y la alegre sonrisa de tu boca.
No importan las causas ni el por qué. Lo hecho hecho está. Ahora ya no podré volar más a tu lado. No te culpo, has buscado cerca aquello que tenías lejos. Sin embargo dime como has logrado librarte de este sentimiento que yo tengo, cómo has conseguido enterrar la sangre que ahora corre por mis venas clamando al unísono un grito al viento: esa estúpida frase de que te echo de menos.
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