Cuando era pequeño descubri que era mago, si, de esos extraños y misteriosos seres que con sus dotes arcanas pueden cambiar a antojo la realidad que les rodea. Todo ocurrió un atardecer de verano al entrar en salón de casa, allí mi abuelo, otro mago, guardaba todos los juguetes fantásticos que traía de recuerdo de sus lejanos viajes por lugares exóticos y maravillosos. Observaba como a la luz de ese atardecer, las sombras de todas las cosas existentes jugaban una danza misteriosa entre ellos, danzaban el papagayo de cristal con la bailarina de marmol, el jarrón chino con la la estatua de obsidiana egipcia, incluso la gran lampara de cristal parecía bailar con la gran mesa de noble madera que, presidencial, ocupaba el centro de toda la habitación. Hechizado me sumergí de lleno en ese magnífico baile, danzaba alrrededor de todo el cuarto, con los brazos abiartos y los ojos cerrados, con la cara alzada al aire y recibiendo cuando asomaba a la ventana, los calidos rayos de sol en ese atardecer del mes de agosto.
Baiaba y danzaba hasta que mi madre me llamó a cenar, corriendo deje el salón pues tenía ya mucha hambre. Sentado en la mesa de la cocina, reflexionaba si la fiesta seguiría en la otra habitación o si bien, por el contrario, también las sombras estaban cenando.
Entrada la noche y habiendo olvidado casi el momento mistico que había vivido, mi abuelo me acostó como todas las noches, y mientras me contaba un cuento de cabelleros, dragones, magos y princesas se lo pregunté. Abuelo, le dije, puedo yo ser un mago. Recuerdo su cara de sorpresa, su sonrisa de oreja a oreja y como con sus viejas y suaves manos se atusaba la barba blanca.
Acarició mi cabeza y se marchó diciendo que cuando uno es niño puede ser el mago más poderoso de la historia. Con esa esperanzadora frase, me dormí soñando que como hechicero derrotaba a dragones y salvaba princesas de oscuras cuevas y enormes castillos.
Al ir creciendo, fui perdiendo los poderes y llegado un momento, dejé de ser mago. No sé cuando empezó el efecto contrario al iniciado esa tarde de verano. Asustado volví a salón de mi abuelo, pero ya nada bailaba con nada, no había ni danza ni fiesta. Triste y melancólico me senté y miré por la ventana que el verano se acababa un año más y comenzaba el invierno. Esa noche dormi pero no soñé con magos ni princesas ni nada de nada.
Pero un día, un mágico día un hombrecillo pequeño apareció delante de mi y empezó a correr. No sé que me llevó a perseguirlo pero no podía evitarlo, corrí detrás hasta que se detuvo en una fuente. Se encaramó a lo más alto, yo subí también, luego se tiró y yo me tiré detrás.
La altura no era muy pronunciada pero me hice alguns heridas, entoncés llego una mujer, se acercó a mí y me dijo que si quería, me las curaría. Hechizado por sus ojos negros como la noche, acepté. Se llamaba Mariel y era muy guapa. En ese momento me enamoré de ella. Disfruté de cada pequeño dolor que al limpiar mis heridas con alcohol se producían, simplemente por estar en su compañía. Desde entoncés fuimos grandes amigos.
Mariel no era una chica al uso, no era muy inteligente, pero era tremendamente buena y alegre. Le gustaban las cosas sencillas como pasear por el campo, recoger flores, bañarse en el mar y soñar que volaba muy muy alto. Y sobre todo, no era capaz de borrar una sonrisa de su cara. Una noche en su casa me preguntó si yo era mago, la pregunta me dejo atónito, asustado y salí corriendo de su casa para no volver a verla más. No pudé evitarlo, algo me obligó a salir y echar a correr. Cuando al llegar a casa me acosté, no pude parar de llorar.
Dos años más tarde mi abuelo murió. No puedo olvidar la tristeza que recorría toda la casa, la gente que llegaba de todos los lugares del mundo, con el semblante serio y lloroso. Mi madre se acercó y me dijo que tenía una cosa para mí del abuelo. Me dió una carta de su puño y letra. Me fuí al salón y sentado en una butaca la abrí, comencé a leer. Al acabar una sombra gris inundó toda el recinto. Había comprendido por fín las misteriosas palabras de mi abuelo años atrás cuando me digo que los niños podían ser los magos más poderosos del mundo. Me advertía que al ir creciendo si uno no quiere dejar de ser mago, no podía perder la alegría por las cosas sencillas y la alegría constante. Me decía también que aunque perdiese los poderes, algunos espiritus bondadosos ayudaban a los hechiceros extraviados conduciéndoles a otros magos que les devolverán los poderes perdidos.
Cabizbajo y con las manos en los ojos supe porque había dejado de ser mago, comprendí por fín que no volvería a ser uno de ellos y que el niño que había en mí hacía tiempo que había muerto.
Dedicado a todos los que aún siguen siendo niños, aquellos que son capaces de hacer magia y que han consegido no perder sus poderes mágicos.
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