Tuesday, November 20, 2012

Un domingo cualquiera en la montaña

No soy capaz de encontrar las palabras para expresar la extraña sensación que siento, que a pesar de las agujetas en las piernas y el dolor en los brazos, quiera volver hacerlo.

El domingo comenzó temprano, a las seis y media de la mañana después de una noche llena de nervios y poco sueño. La ruta a la que me enfrentaba, era una invitación a probarme, a ver de qué material estaba hecho y sobre todo, a disfrutar de una experiencia magnífica. El que semanas antes, un maestro y mejor amigo la tildase de dura y que yo dejase en sus manos el invitarme al evento, solo hizo aumentar mi mochila de buena energía y ganas de demostrarme lo que era capaz hacer.

Así que con tres horas escasas de sueño y la mochila lista, trayecto en metro hasta Atocha para conocer y subir con unos amigos de David (gracias Rafa y Larua). Durante el trayecto en coche, los nervios comenzaban a aflorar, esa gente tenía experiencia, fondo físico y una energía desbordante. Mis miedos comenzaban a atenazarme sobre mis posibilidades.

Mientras esperábamos al resto del equipo, la charla distentida y amigable entre todos los presentes fue un auténtico bálsamo para mi incertidumbre. ¡Tenía ganas! ¡Quería comenzar ya a subir! Y cuando por fin estamos todos, nos lanzamos a la ruta.

La primera hora larga fue un agradable paseo entre árboles, setas y cortas conversaciones con todos los presentes. Cada vez salgo más de mi zona de confort y me gusta charlar con gente desconocida, aunque soy extrovertido, cuando entre un grupo de personas hay conocidos, solía centrarme en ellos y no saber apreciar al resto.

Y sin avisar, llega la subida, el verdadero momento. La primera media hora fue realmente bien, sin embargo, a medida que la pendiente iba siendo mayor y la distancia iba aumentando, junto con la necesidad de auparse a las rocas para seguir adelante, la experiencia se fue transformando poco a poco en algo duro, maravilloso, pero duro.

Lo fue porque a pesar de habar encontrado un ritmo apropiado para mi capacidad cardio-pulmonar, hubo momentos en que me faltaba aire, sobre todo cuando se realizaban cambios de pendiente bruscos. Cierto es que me recupero rápidamente, pero mis pulsaciones en esos momentos suben muy rápido y mis pulmones no son capaces de darme el oxigeno que necesito. Y aunque las piernas aguantaban muy bien, la espalda y los brazos comenzaban a quejarse, pero claro, faltaba aún mucho trayecto.

En la parte final de la subida, durante un momento, por mi cabeza pasaron mil ideas, pero una recurrente, ¿qué necesidad tenía de estar ahí? Mi cerebro intentaba demostrarme que estaba equivocado sacándome de mi zona de confort y casi lo consigue. Evidentemente era imposible rendirse, solo quedaba subir o subir, abandonar no era ni una opción ni una posibilidad, pero mi cabeza no paraba de mandarme mensajes negativos que tenía que transformar en positivos con mi empuje y corazón. Y los brazos y la espalda seguían aumentando su queja.

Cuando peor lo estaba pasando en la subida, de hecho, en el momento que ya no faltaba casi nada para terminarla, fue el preciso instante en que un torrente de energía me asaltó por completo, propiciado por dos acontecimientos. El primero, resolví mi diálogo interior sobre por qué estaba en esa situación con un rotundo, porque yo así lo he elegido, porque a veces para poder ganar, tienes que vencerte a ti mismo, tenía que derrotarme mentalmente para salir victorioso emocionalmente y lo logré. Segundo, al ver la pasión, el disfrute, la felicidad y la sonrisa que nuestro organizador estaba irradiándo a todos. A ese torrente de emociones positivas y fabulosas, solo puedo dolverle lo mismo sino quieres ser injusto y también, porque quiería sentir las mismas cosas buenas que él y los demás estaban sintiendo en la subida. Al final, llegué.

Y allí arriba, todos juntos compartiendo algo tan sencillo como un bocadillo y un poco de agua, unos plátanos o unos simples frutos secos, comprendo que esa es parte de la magia de la montaña. La lección de que las cosas sencillas, las cosas que luchas y alcanzas, unen y te hacen feliz, pero también que te permiten compartir parte de tu felicidad con los demás, es decir, estás siendo parte de algo mágico, una experiencia.

Las bajadas son para mi un disfrute, pero esta sumó algo más, hacerlo con cabeza y con técnica. Normalmente, si la ruta no es complicada, suelo dejarme llevar y simplemente bajar. Esta vez, tocó aprender, pensar, buscar rutas alternativas porque las usadas por los otros no me servían. Y aprender, aprender de la sabiduría de gente que te ayuda desinteresadamente con un "pon el pie aquí", "la mano así" o "lánzate que yo te sujeto". Pero sobre todo, me di cuenta de que no hay peor enemigo que el miedo y mejor amigo que la confianza. Toda el descenso fue una lucha constante contra el miedo a caerme, toda la bajada fue la demostración maravillosa de confianza en mí y la gente que me rodeaba.

Al final, escuchas el arroyo, ves parte de la cordillera a lo lejos, con sus riscos, las rocas, los árboles. Ves el cielo de un gris que jamás pensabas que fuese tan bello, la lluvia fina resbalando por tu cara, el olor de la tierra mojada, los ocres y castaños del paisaje que te abraza, las charlas amenas y fluidas de la gente a lo lejos.... y comprendes que a pesar de todo, vale la pena. Que aunque te duelen las piernas, la manos, los brazos y la espalda, que estás empadado, que has sufrido y luchado, te miras y no puedes evitar encontrarte tan vacío y a la vez tan lleno, que has llegado al momento en que sientes y te faltan las palabras.

Y las buscas pero no las encuentras, pero te da igual, porque simplemente en el fondo sabes que no es más que un domingo cualquiera en la montaña....

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