Era preciosa. La veía una y otra vez desde la ventana de su casa y cada vez que la miraba, no podía evitar sentir un torbellino de sensaciones que recorrían todo su cuerpo desde el primer pelo de su cabeza hasta la última parte de las uñas de sus pies.
Se sentaba siempre en el mismo banco de madera, el que estaba situado cerquita de la pequeña fuente de la que brotaba un constante y fino chorro de agua fresca y cristalina. Abrazando a la fuente, un pequeño jardín con césped tapizado con rosas, azucenas, petunias, camelias y algún que otro tulipán. El sol de la mañana pintaba de dorado la escena y a buen seguro, pensaba él, permitiría que el frío del invierno fuese menos riguroso, al calentar con suavidad su rostro y sus manos.
Siempre repetía la misma rutina. Llegaba pausada, tranquila, lucía con un gorro, una bufanda, guantes a juego, que acompañaba con un buen abrigo y unos pantalones vaqueros. Portaba consigo un pequeño bolso del que sacaba un libro que colocaba en su regazo una vez sentada, mientras que con su mano derecha, depositaba en el banco un vaso de papel. Él especulaba, dependiendo del color de su ropa, el contenido de aquel siempre presente vaso. Si vestía tonos ocres y marrones, la imaginaba tomando un amargo y potente café; si por el contrario, optaba por algo más tradicional y elegante, creía que era un té, un buen té inglés como le gustaba él, con ese olor de la bergamota ascendiendo lentamente e impregnando el ambiente con su cálido aroma. Sin embargo, era cuando la veía de rojos y blancos, cuando más le gustaba, pues sospechaba entonces que su vaso contenía un dulce chocolate, caliente y cremoso, capaz de hacer entrar en calor su cuerpecito a pesar del frío invernal que ya inundaba las calles.
Permanecía en aquel banco durante una hora leyendo y tomando su misteriosa bebida y él, desde la ventana de su casa, la observaba con los ojos bien abiertos, oyendo como su corazón latía acelerado, sabiendo que no era simplemente un capricho, mucho menos un vergonzoso acto de espionaje o de morboso voyerismo. No. Desde el momento en que la vio aparecer el primer día, supo que estaba locamente enamorado de ella. Y esperaba.
Esperaba cada día con ansiedad y un sentimiento de nerviosismo a que ella se presentara a la cita, cierto que a distancia, pero a la vez, tan cercana y tan íntima. Un contacto simplemente roto por una pequeña distancia y el fino cristal de la ventana que, ahora con el invierno, se llenaba de vaho que algunas veces, tenía que limpiar con su temblorosa mano, dando la sensación mientras lo hacía, que le acariciaba lentamente el cabello.
Odiaba los días que la lluvia le impedía verla, pero aún así, se asomaba y se quedaba esperando que ella viniese igualmente. Sabía que no, pero su obstinada mente se negaba a abandonar aquella pobre y fútil esperanza.
Hoy, por suerte para él, lucía un fantástico día de sol que llenaba de luz y color todo el pequeño jardín. Era como si una prematura primavera se instalara por un momento delante de su ventana. Entonces, ella aparecía puntual. Vestía un gorro de lana color rojo y acompañaba su abrigo verde oscuro, con una bufanda del mismo rojo que su gorro y unos guantes de color blanco. Ejecutó el ritual con perfecta armonía y orden. Sentarse, sacer el libro del bolso y colocarlo en su regazo y depositar a su lado derecho el vaso, que hoy, debido a los rojos y verdes, seguro que era de chocolate.
Ahí estaba ella, como todos los días. Con su sonrosada cara acariciada por los rayos del sol, sus suaves manos pasando las páginas del libro o bien, de vez en cuando, acercando a sus labios, el vaso de papel. Si, era todo lo que él llevaba buscando. Sabía, después de tanto tiempo mirándola desde la venta, que hoy sería el día, por fin se atrevería a conocer.
Sin embargo, algo llamó su atención. Un joven que nunca había visto por el pequeño parque se aproximó por la derecha del pequeño sendero que conducía hacia ella. Cuando el joven se encontró delante, le sonrió, y ella le hizo sitio para que sentará a su lado.
No daba crédito a lo que estaba viendo. No quería creerse la escena que allí, delante de su ventana, se estaba desarrollando. No quería, pero por mucho que su cabeza se negara a aceptarlo, algo en su interior le decía que la había perdido, le decía que ella ya no volvería a sentarse nunca más ese ese banco, ese mismo banco rodeado de flores y con una fuente pequeña. Ese banco en el que ella, día tras día, tomaba de un vaso de papel una bebida caliente mientras tranquila y atenta, leía un libro. Sabía que igual que la había encontrado a través de su ventana, la había perdido por estar demasiado tiempo escondido detrás de ella.