Monday, November 26, 2012

Con los cinco sentidos y algo más

Hace mucho tiempo, en una aldea lejana, un joven se encontraba estudiando para entrar en la universidad. Con la mirada clavada en los libros, no percibió como por delante de la ventada de su cuarto, pasaba un anciano por el camino que llevaba a las montañas.

- Me podeís dar un vaso de fresca agua, por favor. El camino es largo y la calor sofocante y a este pobre anciano le queda aún mucho camino para llegar a casa. - Le dijo el caminante.

- Sí, pero luego marcháos, estoy muy ocupado estudiando.- Contestó el joven, malhumurado por el valioso tiempo que el anciano le estaba haciendo perder.

- ¡Gracias joven estudiante! A pesar de estar tan ocupado con vuestros asuntos, habeis dado agua a un viejo sediento y estoy en deuda con vosotros. Como veo que os gusta estudiar, que disfrutáis de aprender y deseáis alcanzar la sabiduría, os diré que no debéis confundir a ésta con el conocimiento. Ahora no os molestaré más. Pero no será la última vez que nos veamos.

El joven intentó contestarle, pero el anciano velozmente se puso de nuevo en camino, diriguiendo sus pasos hacia la montaña Aquel acontecimiento dejó al estudiante aturdido, pero rápidamente se volvió a sus libros.

Con el paso de los años, el chico aprobó con notas excelentes sus pruebas, logró ser profesor de universidad y adquirir muchos conocimientos, pero la afirmación que le había lanzado en su día el anciano, le seguía martilleando en su cabeza, "no confundas sabiduría con conocimiento". Lo que más deseaba era ser sabio, por eso a pesar de los reconocimientos en su trabajo, de todos los estudios que había realizado con éxito, notaba que le faltaba algo, se sentía incompleto.

Un fin de semana, regresó a la aldea después de mucho tiempo sin volver. Los recuerdos de su infancia y adolescencia le asaltaron y también, el encuentro con el extraño caminante. Ahora que se encontraba de nuevo en su vieja habitación, la frase del anciano no dejaba de llamar a la puerta de su mente una y otra vez y lo que era mucho peor, el sentimiento de que algo le falta era cada vez mayor.

Harto de encontrarse en esa situación, lleno de enfado por las palabras que el caminante le había dicho y que no podía olvidar, y que tanto mal le estaban causando, decidió ir en su busca. Preparó sus pertenencias para el viaje y se dirigió hacia la montaña, esperando poder encontrar al culpable de la situación en la que se encontraba.

Después de un día de camino, se encontró con una preciosa joven que estaba sentada a la sombra de un árbol. Vestía un modesto vestido de lino y algodón, tenía sus pies descalzos y se estaba peinando su larga y oscura cabellera. El ya  no tan joven estudiante se acercó a ella:

- Buenos días bella dama.-
- ¡Oh!, quién está ahí.- Dijo la joven.
- ¡Vaya, sois ciega! . Siento haberos asustado al acercarme sin avisar.
- No os preocupeís. Por favor, sentaos y compartid conmigo el motivo que os lleva por estos caminos.
- Vereís. Hace tiempo me visitó un anciano que se dirigía hacia las montañas, me dijo algo y desde entonces no me encuentro bien, le busco para que me aclare sus palabras y me ayude para solucionar mis problemas.
- Entiendo.- Dijo la joven, mientras posaba el cepillo en la hierba.- ¿Acaso no sois feliz?
- Yo pensaba que sí.. He logrado lo que quería, tener sabiduría, pero por lo visto, las palabras de aquel caminante me han casuado un mal que no soy capaz de curar. Vosotros sois muy feliz por lo que puedo comprobar, me gustaría preguntaros una cosa, ¿cómo es ello posible si sois ciega? ¿Acaso no os gustaría ver?.- Preguntó el profesor.
- Muchos tienen vista y solo ven, yo no la tengo, pero yo puedo hacer algo mejor. Si quieres usar tus ojos más allá, no basta con ver, tienes que observar. Ahora vete, tengo que seguir alisando mi pelo. El anciano al que buscas vive en una choza en lo más alto de la montaña.

Aturdido por la respuesta de la joven, el caminante se pudo de nuevo en camino. Al anochecer, vió el destillo de un fuego a lo lejos, aterido por el frío, decidió acercarse. La luz de la hoguera salia de una pequeña y pobre cabaña, por fin pensó, he llegado hasta el anciano. Sin embargo, una vez miró a través del cristal, vió que dentro había un leñador tomando su cena. Decidió llamar a la puerta para preguntarle si podía pasar la noche al calor de su fuego, pero por más que llamaba, el dueño de la choza parecía ignorarle. Harto de esperar, abrió la puerta y un viento gélido entró en la caliente habitación.

- ¿Quién sois? ¿Qué quereís de un humilde leñador? Y por favor, decídmelo por gestos pues soy sordo.
 El joven sacó entonces un cuaderno y un lapiz y anotó unas frases.
- ¡Claro!, ponéos cómodos y esperad a que os sirva un poco de sopa caliente, la verdad es que esta noche está siendo realmente fría en la montaña.

Hablaron durante un buen tiempo y el visitante comprobó con asombro lo feliz que era el leñador. Intrigado, le preguntó por escrito cómo era posible que lo fuese si era sordo, si no hubiese preferido oír.

- Es cierto que no puedo escuchar lo que me dicen los demás, pero no significa que no pueda comunicarme con ellos, pero gracias a mi sordera. Además, ser sordo no me impide oírme a mi mismo, escucharme lo que me digo. Muchos oyen, pero ni escuchan ni se escuchan. Ahora estoy cansado y creo que vosotros también, debemos irnos a dormir.

A la mañana siguiente, el leñador ya no se encontraba en la cabaña, el joven recogió sus cosas y se puso de nuevo en marcha. Al lado de su cuaderno, encontró una nota donde su anfitrión le indicada que si seguía el camino que bordeaba el río, llegaría hasta el anciano que andaba buscando.
Caminó hasta bien entrada la tarde y cuando el hambre le asaltó, se apartó a un lado y comenzó a comer. Al poco tiempo de estar comiendo un trozo de pan con queso, vio como se acercaban un padre y su hija, la cual iba saltando, corriendo, dando brincos sin parar. Al verlo, se desviaron del camino y se acercaron a él.

- Disculpad señor, pero llevamos ya muchas horas de camino y aún nos quedan unas pocas más para llagar a nuestra aldea. Unos bandidos nos robaron nuestra bolsa de comida y al verle, pensé que podría darle un poco de la suya a mi hija.-
- Será un placer. A ver pequeña, qué prefieres, tengo pan, queso, manzanas, jamón, un poco de cecina, galletas. Dime, qué te apetece.
- ¡Agradezco mucho su generosidad!, pero mi pequeña no tiene lengua, un accidente cuando era pequeña, tuvimos que amputársela. Ahora no puede distinguir los sabores de la comida.
- ¡Increíble! .- Soltó el joven.- Y aún así, se la ve tan feliz.-
- Que no pueda saborear una comina no significa que no pueda disfrutar de sus formas, sus colores y su olor. Muchos tienen paladar pero no saborean la vida, simplemente la engullen sin percibir nada más.

Después de comer con ellos y preguntarle por el anciano, el joven se puso de nuevo en marcha. Como aquella noche no encontró ningún lugar donde refugiarse, encendió una pequeña fogata, preparó una ligera cena y se tapó con sus mantas para pasar la noche. Sin embargo, poco antes del amanecer, algo le despertó, el ruido de unos cascos de caballo acercándose.
A los pocos minutos, un soldado de la guardia del emperador se acercó a él y le dijo si podía acercarse al fuego para calentarse antes de continuar su camino. El joven le indicó que si, mas cuando el hombre se acercó a la luz de la hoguera, comprobó que no tenía nariz. El soldado se dió cuenta y contó que la había perdido en una lucha contra unos bandoleros que intentaban asaltar un pueblo, desde entonces no era capaz de oler nada. A pesar de ello, el profesor pudo ver que el valiente combatiente esbozaba una amplia sonrisa.

- Y a pesar de todo ello, os veo muy feliz, cómo puede ser, si ya no sois capaces de oler.
- Muchos tienen nariz y sin embargo, no se detienen a oler una flor o la maravillosa fragancia de una mujer.

El soldado se despidió y por su amabilidad, le indicó que la choza del anciano que tanto tiempo llevaba buscando estaba muy cerca, a un día de camino. Eso le animó y se dispuso también a empreder el suyo. Llegó al nacimiento de un pequeño arroyo donde vió como una mujer entonaba una alegre canción. Se acercó a ella para preguntarle si iba en la dirección correcta y no pudo evitar ver que no tenía manos.

- Buenas tardes señora, veo que teneis no manos y sin embargo, aquí estaís tan alegre y feliz cantando.
- Muchos las tienen y no las usan para dar caricias o sentir el tacto de las pequeñas cosas o para tomar y no dar, golpear y no abrazar.

Desconcertado por la entereza de la mujer, la dejó cantando después de que ésta le indicara que la casa del anciano se encontraba ya a unos pocos kilómetros.
Llegó a la cabaña a la noche y el viejo estaba en la puerta, como si lo estuviera esperando, se acercó a él y dejó sus cosas en el suelo.
- Muchos años llevo esperándote joven profesor.- Le dijo en anciano.
- Tantos como yo llevo sufriendo un mal por vuestras palabras.- Le conestó el viajero.
- ¿Por mis palabras?
- Sí., desde que me dijo que la sabiduría y el conocimiento no son lo mismo, no he podido ser feliz, pensando que todo lo que había estudiado no me servía para ser lo que realmente quiero ser, todo un sabio.
- Vaya. Pero para ser sabio no hace falta leer libros o ir a la escuela, aunque todo eso ayude, claro está.
- ¿Cómo que no?
- Permíteme que te lo demuestre. ¿Qué has aprendido de tu camino hasta mí?

La pregunta dejó al joven descolocado, pensó y analizó todo lo que le había pasado durante el trayecto, pero no había recibido ninguna lección importante.

- Nada, contestó.- Solo me he topado con gente y sus rutinas diarias.
- Nada, vaya, como lo siento.- Le respondió el sabio.- Y sin embargo has recibido cinco lecciones muy importantes.
- ¿Cuáles?
- Que tienes unos ojos que no ven la vida, unos oídos que no la oyen, una lengua que no la paladea, una nariz que no la huele y un tacto que no la siente. Estás más ciego que la joven del peine, más sordo que el leñador, más augésico que la niña, más anósmico que el soldado y tus manos es como si estuviesen amputadas como las de la mujer cantante.

Aquellas palabras despertaron algo en su interior que el joven estudiante no había sentido nunca, algo en que en sus adentros parecía volver a la vida.

- Ahora lo entiendo maestro. Comprendo la diferencia entre la sabiduría y los conocimientos. Aquellas personas no podían ver, ni oír, ni oler, ni saborear ni dar un abrazo, pero si tenían algo que suplía todos y cada uno de mermados sentidos. Algo que yo a pesar de tener cada uno de ellos sanos, no he experimentado nunca, pero hay algo peor maestro.
- ¿Lo qué?
- Lo que suplía sus carencias era que sus corazones latían para vivir con felicidad a pesar de sus dolencias. Maestro, además de no ver, ni oír, ni oler, ni saborear, ni sentir, además de todo ello, lo peor de todo es que mi corazón no latía por la enorme alegría que supone el simple hecho de vivir.

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