Un día soleado de primavera, cansado de los reveses de su vida, un joven decidió sentarse y no volver a levantarse. Harto de las decisiones que debía estar tomando siempre, angustiado de los problemas que le surgían, dolorido de las malas experiencias con otros hombres y mujeres, pensó que lo mejor era retirase y no hacer nada, simplemente meditar hasta encontrar la sabiduría necesaria para enfrentarse a la vida.
Había subido a una montaña cubierta por un enorme manto de verde hierba y decenas de colores de las flores que se esparcían más allá de la vista, aquí y allá escuchaba los cantos de los pájaros, mezclado con el sonido del arroyo de fresca y cristalina agua, que no muy lejos de si, discurría ladera abajo. Miró a su alrededor, y a la sombra de un gran árbol se sentó.
Pasó el tiempo y a pesar de las súplicas de sus seres más allegados, el joven no cambió su actitud, nadie parecía ser capaz de quitarle de la cabeza esa terca idea de permanecer allí sentado, meditando, hasta encontrar la sabiduría de la vida. Con el paso de las estaciones, poco a poco la gente de la aldea comenzó a olvidarse de él y de su nombre, hasta que al final, solo le conocían como el joven de la montaña.
Un buen día de primavera, llegó a la aldea un anciano, desnudo, extremadamente flaco, con una larga barba y enfermizo. Pidió un vaso de agua y algo de comer a una joven que estaba limpiando la entrada de su casa. Ésta, aunque asustada, se apenó del pobre extraño y le dio de beber y un trozo de pan con queso. Calmada su sed y su hambre, se despidió amablemente y se dirigió hacia el centro del poblado.
En su camino, la gente se asomaba tímidamente a las ventanas o puertas de sus chozas y las pocas personas que encontraba en su camino, se apartaban para dejarle paso. Todos pensaban que era un pobre mendigo próximo a la hora de su muerte que había decidido encontrarla en su aldea. Pero en un rincón, sentado al sol, un anciano no dejaba de mirarle, había algo en la cara del vagabundo, exactamente en sus ojos, que le traían recuerdos de un pasado lejano. Intentó recordar, pero la niebla del tiempo cubría sus pensamientos, mas de golpe una imagen vino a su mente, se levantó y se dirigió hacia el extraño visitante.
Alcanzado, le miró atentamente a los ojos mientras con sus febriles brazos agarraba los del caminante para impedir que siguiese avanzando. Éste se detuvo, no hizo ningún movimiento para zafarse de las manos que le detenían. El anciano de la aldea, sin perder de vista sus ojos le preguntó si era el joven de la montaña, el mendigo dijo que no sabía quien era esa persona, que su nombre era Lao Xi. En ese mismo momento, un torrente de recuerdos e imágenes inundaron la mente del aldeano, así era como se llamaba el joven de la montaña, después de tantos y tantos años, había decidido levantarse.
Le indicó que fuese a su casa para que se asease y vistiese, Lao Xi accedió y se mostró muy agradecido por la generosidad y amabilidad de esa persona a la que no conocía de nada. Ya en su choza, después de la ducha y vestido con una sencilla túnica que le había regalado Chen, que así era como se llamaba su anfitrión, se sentó en una silla de bambú.
Chen, lleno de preguntas decidió que era el momento de saber más de aquel que en su día, había sido un joven de la aldea. Por qué después de tanto tiempo, había decidido bajar de la montaña, saber si por fin, y eso era lo que más le intrigaba, había hallado la sabiduría que había ido a buscar. Lao Xin le contestó que a los cinco años de estar meditando en la montaña, se había presentado un niño que le preguntó qué estaba haciendo allí sentado, él le contestó que veía pasar la vida para ver si podía aprender algo de ella y encontrar la sabiduría para saber vivirla de forma acertada. El niño le volvió a preguntar si ya la había encontrado, y Lao le respondió que no.
Al cabo de unos veinte años, se presentó un fornido, esbelto y guapo joven que le hizo la misma pregunta que el niño, a lo que Lao Xi contestó de igual forma. Pasados cuarenta años, un hombre ya en la madurez de su existencia volvió a ponerse enfrente y a preguntarle otra vez lo mismo y Lao le dio la misma respuesta que a los dos anteriores.
Finalmente, después de ochenta años, un viejo llegó a su presencia, apurado, como si hubiese subido la montaña lo más rápido que sus fatigadas y débiles fuerzas le hubiesen permitido. Lao lo miró atentamente y éste le dijo con la voz entrecortada por la emoción que ya había encontrado la sabiduría para la vida. Lao Xi se quedó sorprendido y a la vez desconcertado, le asaltaban las dudas sobre quién era ese anciano que tenía delante, pero justo cuando iba a hablar, éste le dijo que en tres ocasiones había subido a la montaña para saber si él había encontrado la sabiduría de la vida y en las tres, le había respondido que no. Apenado descendía para seguir con las cosas cotidianas de su quehacer diario. Pero un buen día, después de haber experimentado una vida llena de alegrías y tristezas, se dio cuenta de que la única sabiduría necesaria para vivir era precisamente eso, vivirla, esa es la única forma correcta de hacerlo y tan pronto se dio cuenta de su hallazgo, corrió montaña arriba para contárselo a él, a la persona que tantos años llevaba buscando el camino sabio de la vida y decirle que así no iba a encontrarlo nunca.
"Y heme ahora aquí", dijo Lao Xi a Chen, "que poseo la sabiduría pero me falta vida para poner este saber en práctica."
2 comments:
Me ha encantado, Alberto. Es necesario movilizarnos para encontrar respuestas a nuestras preguntas. Se hace camino al andar.
¡Muchas gracias Felipe!, el que te haya encantado supone para mi algo especial, sobre todo porque siendo uno de mis maestros, hay mucho tuyo y de tus enseñanzas en el relato.
Un abrazo!
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