Nueve de la mañana y el metro atestado, caras largas, miradas perdidas, bostezos, hombros caídos, empujones para entrar, empujones para salir, empujones porque otro ha empujado. Ni un buenos días, ni una sonrisa, ni rastro de unos ojos que brillen, ni un triste resquicio de alegría. Está claro, son las nueve de la mañana en un metro atestado.
Y de pronto, llega él. Un mocosete de no más de ocho años, rubio y tez clara, inmensos y penetrantes ojos azules y su mamá detrás, con la misma cara que todos los demás. Me entero que se llama Ilya porque su madre, que más tarde responderá al nombre de Alina, le reprende por no callarse. El mocoso está rebosante de energía, su carita irradia una alegría que, como si de una estrella se tratase, ilumina el oscuro ambiente de la cabina.
Le sonríe a un señor que, enfundado en su traje azul oscuro, camisa blanca y corbata roja, escucha música y se apoya de la barra central como si el mero hecho de mantenerse de pié, supusiese un esfuerzo titánico que agotara toda su vitalidad. Le dice hola con su manito, a una señora que aprovecha el tiempo del trayecto para cerrar los ojos y poder dormir un poco más. Le dice a su mama que no se preocupe, que está bien, que le gusta viajar en metro y que cuando salgan de ver a su amigo Pedro, quiere un pastel de chocolate y vainilla.
Algo llama su atención y me mira, clavando sus ojos azules en los míos y sin dejar de reír, me dice hola, le respondo con el mismo entusiasmo y sorprendido por mi reacción, comienza a regalar carcajadas a todo el vagón, tanto es así que está logrando que algunos de las presencias grises del mismo, comienzen a cambiar la expresión de su cara y esbocen una ligera risa. Le digo que me llamo Alberto y me responde que se llama Ilya, le digo que es un nombre muy bonito y todo seguro me contesta que lo sabe y vuelve a echarse a reír. Me pregunta que por qué pinto en el libro, que su profesora no le deja pintar en los suyos, yo le digo que no estoy pintando, sino dibujando una línea en las frases que más me gustan del libro. Me escucha ensemismado mientras su madre observa cauta y atenta nuestra conversación. "¿Y por qué?", dice nada más terminar yo, "pues porque así recuerdo mejor las palabras y cuando quiera volver a leerlas, sé donde están.". "Mi profe no me deja pintar en los libros", me dice, "el otro día pinté un balón de futbol y un coche y me castigo, se lo dijo a mi mama, ¿verdad que sí mami?", dice con su vocecita. "Me gusta mucho pintar, hoy he pintado una estrella, porque mi mama se encontró una estrella en casa, ¿la quieres?", "bueno", le respondo, "si tú no la quieres y a tu mamá no le importa que me la regales, me gustará mucho tener esea estrella." Entonces mete su mano en el bolsillo delantero de su chaqueta roja y saca la estrella, que deja en mi mano mientras no deja de reírse. "Muchas gracias" y levanto la mano para que me choque los cinco, lo cual hace todo ilusionado.
El metro se detiene, Ilya y su madre han llegado a su parada, se despide de mí no sin antes contarme que tengo que cuidar de la estrella que me ha dado, pues se ha caido del cielo y está sola, buscando a su amigas, las demás estrellas. Le digo que no se preocupe, que a la noche, cuando el cielo esté lleno de otras estrellas como esa, la lanzaré muy fuerte para que vuelva a su casa. Y mientras su madre se las ve y desea para salir del vagón con la silla de ruedas donde él está sentado, se vuelve a reír.
Nos ponemos de nuevo en marcha, pero ahora en el vagón hay un vacío inmenso, como si de golpe alguien hubiese apagado la luz y todo quedara cubierto por la penumbra. Miro la estrella que me ha regalado, no puedo evitar sonreir. Y me sorprendo como un mocoso de ocho años y en silla de ruedas ha llenado de vitalidad y energía todo una cabina de metro. Él solito, a las nueve de la mañana.
by ToTe
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