Ya no me repetía lo patético de mi vida ni suplicaba un minuto más de cama. Ya no me castigaba pensando en lo tedioso de mi trabajo y lo exasperantes que eran mis compañeros de trabajo. No, todo lo contrario. Mi cuerpo, aún siendo el mismo, deseaba levantarse y moverse, ducharse, vestirse y salir corriendo hacia la oficina y decirles a todos los que antes no aguantaba, que todo había cambiado.
En el metro no llevaba puesta esa cara larga y anodina, al contrario, una perfecta y fabulosa sonrisa marcaba mi rictus y todo el mundo me miraba extrañado e intrigado. Incluso ella, con sus vaqueros ajustados de color azul, su top violeta que permitía ver su largo y delicado cuello, del cual colgaba una pequeña joya de plata con forma de sol. La delgada línea sonrosada y carnal que separaba sus pechos era un abismo en el cual deseaba lanzarme y hundirme, estaba completamente hipnotizado por sus suaves movimientos arriba y abajo mientras respiraba.
Aparté la mirada para ver su cara. Sus ojos azules intensos me llevaron a un mar cálido y placentero que invitaba a bañarse, su nariz perfilada acompañaba en perfecta armonía unos labios rojos fuego cuya sonrisa decía, sé lo que te pasa, todo ha cambiado. Se acercó lentamente, como si el resto de los viajeros del vagón no estuviesen allí, moviendo sus largas piernas y contoneando sus caderas como si fuesen gestos de un baile pasional más que aprendido.
Allí mismo, una vez a mi lado, impregnado de su fuerte aroma femenino, me besó, mordiendo con extrema pasión mi labio superior y dando un pequeño tirón de él, para luego, introducir su endiablada lengua en mi boca. Me agarró por el cinturón y tiró de mí mientras se abrían las puertas en la estación donde se había detenido el metro. Salimos al exterior, llamó un taxi y yo di mi dirección. Durante todo el trayecto hasta mi apartamento, simplemente se dedicó a mirarme, analizando, mejor dicho, escrutando la estrategia más óptima para llevarme hasta el placer más sublime.
En la puerta del ascensor quise besarla, sin embargo, interpuso su dedo índice, largo y fino, en mis labios y moviendo despacio su cabeza, hizo un gesto negativo mientras su larga cabellera rubia se movia de izquierda a derecha. Respiré profundo, abrí la puerta de casa y en el mismo salón, después de cerrar la puerta, ella se acercó de nuevo a mí.
Colocó sus manos en mi cinturón, con un ligero gesto desabrochó el mismo y el botón de mi pantalón, bajó la cremarella dejando medio al descubierto mis calzoncillos. Mientras que con su mano derecha comenzó a jugar con mi sexo por encima del gayumbo que reaccionó al instante, con su mano izquierda empezó a tocarme el cuello, el pecho, las mejillas. Yo estaba congelado, inmovil, intentando asumir lo que estaba pasando.
Se separó de mi unos pasos y comenzó lentamente a quitarse el top para dejar al descubierto sus pechos cuyo color carne era el más intenso y arrebatador que jamás había visto, ambos coronados por unas aureólas rosas de las cuales, se erguían duros y sabrosos, unos pezones de color rojo claro. Dirigió sus manos hacia sus caderas y de un golpe, se quitó sus pantalones y su ropa interior, dejando ante mi vista, su sexo, que rápidamente y como si un golpe de timidez la invadiese, se tapó con ambas manos. Se dio media vuelta para que pudiese observar la perfecta y dura nalga de su suave y liso culo.
Me miró y en sus ojos me decía a qué estaba esperando. Me quité toda la ropa que aún tenía puesta. Ella se quedó mirando y una sonrisa maliciosa aparecío en su cara. Se volvió a acercar a mi , tomo entre sus manos mi pene que ya no podía estar más excitado y duro y comenzó a moverlo con precisión y sensualidad, la suavidad de sus manos y sus dedos junto con la presión justa, permitía que notase cada una de sus falanges alrededor de mi sexo. Y en ese momento pensé, no, todo ha cambiado, y tomé las riendas del momento.
La acerqué a la pared más cercana, subí sus brazos hacia arriba asiendo con fuerza sus muñecas y comenzé a besarle en la parte del cuello escondida detrás de sus orejas, bajé jugando con mi lengua hasta su barbilla, recorriendo su mandíbula para de ahí, bajar a sus senos. Solté sus manos, que situó en mi espalda, mientras yo perdía mi cara entre la inmensidad de aquella hendidura, aquella línea que me había vuelto loco hacía pocos minutos. La tumbé en el suelo y mientras besaba su vientre, bajé hacia su sexo, cuyo olor poco a poco comenzba a inundar mi nariz, un olor prohibido, amargo y dulce. Aparté sus piernas y ante mí aparecieron unos labios rojos mojados y vivos como nunca antes había visto, mi lengua ansiaba probarlo y así hice, deslicé mis manos hacía sus muslos, la levante ligeramente y mi lengua comenzó a jugar con aquella frondosidad de carne y fuego. Ella gemía y se retorcía, arañaba ligeramente mi espalda.
Entonces me dije que era el momento. Acercé mi pene e introduje cada centímetro lentamente, notando como sus labios me besaban mientras lo hacía, dejándo que ella notase también la invasión en su cuerpo. Me adelanté y la bese en los labios, recordando aún su sabor en los mios y compatiendo con ella el mismo dulce amargor. Comencé a moverme y ella reaccionó acercándose aún más a mí cuerpo, era como si los dos deseásemos fundirnos, dejar de ser un par para formar parte de un uno.
Al despertarme, comprobé que estaba en la cama, desnudo y completamente lleno de energía. Estaba claro que todo había sido un sueño. Sin embargo, sentía como si algo hubiese cambiado. Mi propia imagen reflejada en el espejo me decía que era yo... y entonces encima de la cama vi una pequeña joya de plata. Todo había cambiado.
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